No hay país ni
comunidad a salvo de la violencia. Las imágenes y las descripciones de actos violentos
invaden los medios de comunicación. Está en nuestras calles y en nuestros
hogares, en las escuelas, los lugares de trabajo y otros centros. Es un azote
ubicuo que desgarra el tejido comunitario y amenaza la vida, la salud y la
felicidad de todos nosotros. Cada año, más de 1,6 millones de personas en todo
el mundo pierden la vida violentamente. Por cada persona que muere por causas
violentas, muchas más resultan heridas y sufren una diversidad de problemas físicos,
sexuales, reproductivos y mentales. La violencia es una de las principales causas
de muerte en la población de edad comprendida entre los 15 y los 44 años, y la
responsable del 14% de las defunciones en la población masculina y del 7% en la
femenina, aproximadamente.
La violencia está tan
presente, que se la percibe a menudo como un componente ineludible de la
condición humana, un hecho ineluctable ante el que hemos de reaccionar en lugar
de prevenirlo. Suele considerarse, además, una cuestión de «ley y orden», en la
que el papel de los profesionales de la salud se limita a tratar las
consecuencias. Pero estos supuestos están cambiando, gracias al éxito de
fórmulas de salud pública aplicadas a otros problemas sanitarios de origen
medioambiental o relacionados con el comportamiento, como las cardiopatías, el
consumo de tabaco y el virus de la inmunodeficiencia humana/síndrome de
inmunodeficiencia adquirida (VIH/SIDA). Los objetivos se están ampliando y cada
vez se hace más hincapié en prevenir y combatir las raíces de la violencia. Al
mismo tiempo, las contribuciones de otras instituciones y disciplinas, desde la
psicología infantil a la epidemiología, están potenciando los esfuerzos de la
policía, los tribunales y los criminólogos.
Una proporción
considerable de los costos de la violencia corresponde a su repercusión en la salud
de las víctimas y a la carga que impone a las instituciones sanitarias, de ahí
que el sector de la salud esté especialmente interesado en la prevención y
tenga un papel clave que desempeñar al respecto. El Director General de Sanidad
de los Estados Unidos fue el primero en exponerlo claramente en un informe del
año 1979, titulado Healthy People. El informe planteaba que, en el esfuerzo
por mejorar la salud de la nación, no podían pasarse por alto las consecuencias
del comportamiento violento, y convirtió el hecho de enfrentarse a las raíces
de la violencia en una prioridad básica para la comunidad sanitaria.
Desde entonces,
numerosos médicos e investigadores en salud pública estadounidenses y de todo
el mundo se han impuesto la tarea de comprender la violencia y encontrar modos
de prevenirla. La cuestión se incorporó
a la agenda internacional cuando la Asamblea Mundial de la Salud, en su reunión
de 1996 en Ginebra, aprobó una resolución por la que se declaraba a la
violencia uno de los principales problemas de salud pública en todo el mundo.
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